Esta propuesta busca garantizar la igualdad plena y efectiva de oportunidades en el mercado laboral conforme al mérito y capacidad, eliminando las barreras que provocan un desigual acceso a las oportunidades.
Todavía queda mucho por hacer en materia de igualdad de oportunidades en el mercado laboral y en sentido económico. El sistema educativo público, insuficientemente financiado en todos sus niveles y muy condicionado por prioridades espurias, no garantiza la movilidad social como lo hizo antaño. El acceso a la función pública y, en particular, a sus cuerpos de élite se realizan por un procedimiento con apariencia de objetividad, pero que en realidad es profundamente injusto y regresivo en sus resultados, que ignora los méritos académicos de los opositores –un estudiante con beca compite bien con un estudiante rico en la universidad, pero nunca en una oposición– y que genera costos directos y de oportunidad inmensos para los que participan. Unos costos mayores cuanto menor es la renta de sus progenitores, cuanto menor su vinculación social corporativa con el cuerpo de la administración en cuestión y cuanto menor su “educación sentimental” en materias propias de determinadas élites sociales
Al mismo tiempo, el mercado laboral, opaco y fragmentado donde los contactos y clientelismos varios son el principal cauce de contratación, funciona de modo injusto e ineficiente. Nunca las oportunidades dependieron tanto de la renta y condicionantes de los progenitores. El disponer de los mismos méritos y capacidades no garantiza disfrutar de las mismas oportunidades en el mercado laboral, por eso se deben redistribuir.
Para remediarlo hacen falta políticas que dediquen recursos específicos al refuerzo de la igualdad de oportunidades tanto en el sector público como en el privado, políticas financiadas con recursos fiscales recaudados con sensibilidad redistributiva en materia de oportunidades, habilitando una conciencia fiscal, un discurso fiscal transversal, que dote con recursos las políticas de igualdad de oportunidades de fuentes como el impuesto de sucesiones que debe recuperarse y armonizarse. Financiar políticas de igualdad de oportunidades con recursos provenientes del impuesto de sucesiones es redistribuir oportunidades.
Para ello se propone también que la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC), o las instituciones garantes de la competencia, vigilen y sancionen también el funcionamiento de los mercados laborales creando una sala especial o asignando a un consejero ese rol específico.
La defensa de la competencia tiene, en el ordenamiento jurídico colombiano, rango constitucional. De acuerdo con el art. 333 de la Constitución Política: “La actividad económica y la iniciativa privada son libres, dentro de los límites del bien común. Para su ejercicio, nadie podrá exigir permisos previos ni requisitos, sin autorización de la ley. La libre competencia económica es un derecho de todos que supone responsabilidades”.
Ello implica asegurar la libre e igual concurrencia, la no discriminación, impedir el abuso de posiciones dominantes y prácticas monopolistas o de oligopolios en defensa del interés colectivo de los consumidores, del interés público y del “bien común”. También exige transparencia en la toma de decisiones e información de calidad.
Para garantizar la competencia entre empresas y el reconocimiento de la misma, la legislación protege prohibiendo y sancionando prácticas y conductas que la falsean en los mercados. Las prácticas prohibidas afectan no solo a las empresas, sino también a los poderes públicos. Tal y como establece la doctrina, no basta con reconocer la competencia, es preciso prohibir y perseguir las prácticas y conductas de los competidores que la falsean en diferentes sectores del mercado, así como las prácticas de los propios poderes públicos cuando también son contrarias a la competencia como las ayudas públicas –el sector público también puede perfectamente comportarse de modo contrario a la competencia y no solo desde una perspectiva empresarial–. Pues bien, esto no es así en el mercado laboral. No existen políticas que garanticen la competencia entre las personas o promuevan la igualdad de oportunidades basada en criterios objetivos como el mérito y capacidad para acceder al empleo, para que la oferta y la demanda de trabajo en cada uno de sus múltiples mercados funcionen con transparencia y neutralidad.
La “redistribución de oportunidades” es necesaria porque no existen políticas que promuevan que todas las personas con los mismos méritos y capacidades tengan acceso a las mismas oportunidades, o cuando menos similares, o que resistan unos mínimos comparativos de justicia. Las oportunidades están mal repartidas, mal distribuidas, por razones de todo tipo, o no están distribuidas equitativamente. Algunos disfrutan de muchas y otros de menos o ninguna, incluso en igualdad de condiciones objetivas y de “esfuerzo”, de mérito y capacidad. Tampoco hay mecanismos que impidan el falseamiento de la competencia en el mercado de trabajo como consecuencia de actuaciones públicas contrarias a la igualdad de oportunidades.
La inexistente defensa de la igualdad de oportunidades en el mercado laboral afecta tanto a los agentes privados como al propio sector público que no contrata en condiciones de igualdad.
Con respecto a las personas, es preciso hablar de igualdad de oportunidades, igualdad de libertades y de derechos, e igualdad de obligaciones, y garantizar su competencia en el mercado laboral bajo esas premisas y atendiendo siempre a los principios de mérito y capacidad. En este sentido, la Carta Política de 1991 establece en su art.13 que: “Todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, recibirán la misma protección y trato de las autoridades y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades sin ninguna discriminación(…). El Estado promoverá las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva y adoptará medidas en favor de grupos discriminados o marginados (…).
Históricamente, desde una perspectiva política y atendiendo a la igualdad de oportunidades personal, en relación a la participación en el mercado laboral como elemento emancipador y principal instrumento de socialización del individuo, se ha asumido que la desigualdad era una cuestión de “origen” y que mediante políticas públicas de capacitación y educación, el mercado desde su neutralidad sabría considerar esas personas como al resto, neutralmente, con absoluta igualdad, una vez que hubieran obtenido gracias a las políticas públicas, formación y cualificaciones profesionales de la misma calidad y características que los más favorecidos.
Por esta razón, acertadamente, se han defendido siempre políticas públicas como la educación, sanidad o pensiones, garantizando su universalidad y calidad para garantizar la concurrencia en igualdad de condiciones de todos los ciudadanos al margen de su origen social, renta familiar u otros condicionantes. Algo necesario, pero insuficiente, para garantizar una igualdad plena de oportunidades y “competencia” justa.
¿Por qué? Porque el mercado laboral es imperfecto, fragmentado, opaco, en el que los demandantes –empresa y sector público– siguen otros criterios distintos además del de la cualificación, o mérito y capacidad, del potencial empleado. No es solo su capacidad o su productividad –como predice la teoría económica– sino también otros elementos como su origen social, clase social, sexo, grupo étnico, edad, nacionalidad, lugar de nacimiento, religión, ideas políticas, elementos educativos ajenos a los demandados para el trabajo, aspecto físico, etc. Es un mercado anómalo en el que la información relevante no fluye como debería.
En el mercado laboral colombiano siempre ha existido una restricción en la demanda –nunca en nuestra historia ha habido empleo para todas las personas–, lo cual ha incentivado la utilización de los círculos sociales y de las relaciones personales y familiares como vías para cruzar oferta y demanda de manera poco transparente, y clientelar y resolver la restricción de demanda estructural. Esta práctica endogámica se ha consolidado culturalmente y es fuente de importantes desigualdades, genera frustración entre aquellos que, a pesar de sus méritos, no logran ocuparse como hacen sus iguales con mejores contactos sociales y es fuente de desigualdad.
El clientelismo y la existencia de poderes fácticos en todos los ámbitos sociales vinculados al mercado de trabajo obstaculiza la consecución de una igualdad de oportunidades efectiva incluso para los mejor educados. Una política de defensa de la competencia para las personas en el mercado de trabajo debería perseguir la erradicación de esas prácticas por injustas e, incluso, ineficaces desde una perspectiva económica para el correcto funcionamiento del sistema productivo y de la economía en su conjunto. Así, mientras que la defensa de la competencia económica entre empresas ha impulsado el desarrollo de políticas positivas, la defensa de la justa concurrencia entre personas en el mercado laboral, conforme a los criterios de mérito y capacidad, no lo ha hecho.
La defensa de los principios de mérito y capacidad exigen igualdad de oportunidades, tanto de origen como también desde el lado de la demanda de empleo (objetividad y neutralidad de los empleadores). Las oportunidades no están justamente repartidas. A pesar de los méritos y la capacidad no existe igualdad en el acceso oportunidades. Igualdad, entendida como valor superior de nuestro ordenamiento jurídico y de nuestra sociedad. Igualdad, como principio cuya vulneración corroe los cimientos de nuestro sistema democrático. No en vano el trabajo es el principal elemento de socialización de nuestra democracia.
Redistribuir oportunidades exige abrir una justa competencia, un mercado laboral excesivamente cerrado y poco transparente dominado por prácticas oligárquicas.
La defensa de la igualdad de oportunidades y de la competencia entre las personas en el mercado de trabajo mejora la “predistribución” de la renta, para tener que depender cada vez menos de políticas redistributivas. Una de las conclusiones del uso del concepto de la predistribución es la propuesta de reforma de los mercados, para que generen una distribución inicial de la renta más equitativa antes de pagar impuestos y antes de ser objeto de políticas redistributivas. Así mismo, la mejora de la competencia y de la igualdad de oportunidades en el mercado de trabajo repercutiría en la eficiencia general del sistema económico, en la mejora de la productividad y la consecución de una riqueza global mayor, en definitiva, en el bienestar general y “bien común” al permitir que los y las mejores ocupen realmente los puestos para los que están mejor cualificados que el resto, para así mejorar el producto global.
El mercado de trabajo colombiano está fragmentado, no es transparente y carece de los elementos objetivos suficientes de funcionamiento para poder medir y valorar el mérito y capacidad de los trabajadores, y funcionar en consecuencia garantizando un mínimo de igualdad de oportunidades. La fragmentación es multidimensional: sectorial, local, departamental y municipal.
Adicionalmente, el mercado de trabajo no funciona con la suficiente eficiencia y transparencia. Tampoco hay neutralidad frente a los perfiles de los candidatos, salvo en determinados nichos o para perfiles concretos; por ejemplo, algunos de los que se gestionan desde plataformas en Internet. Lo anterior, unido a la arraigada concepción cultural de que en el sector privado la transparencia y objetividad en materia de contratación son elementos absolutamente innecesarios y discrecionales según decida el empleador –algo a combatir por ser contrarios al mérito y capacidad–, agrava la realidad.
La medida que se propone es la instauración del currículum vitae ciego en los procesos de selección y contratación de personal de todas las empresas. Esta medida puede ponerse en marcha de diferentes maneras o por tramos. Por ejemplo, estableciendo esa práctica de manera gradual –para primeros empleos o para menores de treinta años en una primera fase–, fijando un porcentaje mínimo sobre el total de empleos demandados –como 85 %–, etc. En cualquier caso, la situación ideal sería extender esta práctica a la totalidad de las plantillas estableciendo sistemas de control.
Un debate interesante es si esta práctica debe implantarse por ley o debe ser voluntaria atendiendo a compromisos de responsabilidad social corporativa. La propuesta es que sea obligatoria en un primer momento al menos para todas las empresas y todos los puestos de trabajo de menos de diez años de experiencia y para menores de treinta años –aunque ese elemento ya devele un dato, la edad–, y que sea obligatorio para un porcentaje elevado del total de puestos de trabajo de plantilla ofrecidos; por ejemplo, 85 % como se decía antes, con elementos de control y para evitar picarescas y soluciones alternativas.
Este sistema exige algún tipo de autoridad que vigile el cumplimiento de estos principios que garanticen la igualdad de oportunidades y la competencia entre personas en el mercado de trabajo en condiciones justas y de igualdad. Al mismo tiempo, deben mejorarse los sistemas de información y de cruce de ofertas y demandas de trabajo, garantizando la unidad del mercado, transparencia y neutralidad para que pueda considerarse que se respeta la igualdad de oportunidades –por ejemplo, evitando que las ofertas aparezcan fugazmente en la red–.